Que
el mundo avanza a velocidad de vértigo es un hecho que no voy a descubrir
ahora; sin embargo no es menos cierto que no avanza en todas las latitudes y
sociedades al tiempo. Nos hemos acostumbrado a creer que vivimos en el mundo
desarrollado, que la vida que tenemos, esclava de los teléfonos y las redes
sociales, es la mejor. Sin reparar en que quizás en otros lugares la vida sea
incluso mejor.
Hubo
un tiempo en el que todos buscábamos nuestra Ítaca particular, en el que nos
permitíamos soñar con un futuro mejor al amparo de las relaciones humanas
directas. En las que buscábamos en los gestos de nuestro interlocutor la verdad
de la vida.
Hoy
vivimos a expensas de modas impuestas, de los “me gusta”, de las noticias
falsas, de la inmediatez de lo que ocurre y de lo que no. Lejos queda el tiempo
en el que los jóvenes se reunían para hablar en la calle, se escuchaban las
carcajadas o el jolgorio en cualquier reunión. Lo hemos cambiado por el sonido
sordo de las conversaciones privadas a través del chat mientras se miran levemente
y de soslayo abstraídos en su pequeño cerebro portátil.
¿Y
qué ocurre con la vida? Dónde han quedado la emoción del descubrimiento. Dónde
los nervios de la incertidumbre por el cómo será. Qué puede moverte por dentro
cuando acudes a una cita sabiendo hasta el grupo sanguíneo de quien te espera. En
la era del conocimiento avanzado hemos retrocedido en emociones, en
sentimientos, sustituimos la narrativa de la vida por una redacción en código
binario de la misma. Y así nos va.
No
digo que el pasado sea mejor, que sin duda no lo es, pero sí que estamos
perdiendo a grandes trancos inteligencia emocional en beneficio de una
inteligencia electrónica que nos aleja de la sensibilidad de la piel, de los
intangibles que ofrecen los sentimientos que surgen de lo más profundo de
nosotros mismos.
Los
jóvenes viven deslumbrados por una sociedad que les satura de futuros
brillantes a los que difícilmente se acercarán sino a través de una pantalla. Al
cabo del tiempo corren el riesgo de acabar hastiados de su propia existencia y
sin asideros a los que agarrarse. Las humanidades, tan denostadas en nuestros
días, ofrecen argumentos que una vez adquiridos permanecen en nosotros mismos
dándonos la mano cuando corremos el riesgo de caer al precipicio.
Es
posible que a uno lo vean algo ajado para los tiempos que corren, y quizás sea
cierto. No importa. La verdad, sin ser nunca absoluta, es que creo tener más
argumentos para afrontar la realidad que aquellos que dependen de una pantalla
para saber qué pantalones ponerse por las mañanas.