Vivir
es toda una aventura, nos despertamos cada mañana con multitud de cosas por
hacer, de planes por realizar; tal vez tengamos a alguien con quien compartir
nuestros sentimientos o quizás no…
Intentamos
que cada momento que vivimos tenga un sentido, un propósito que dé validez a nuestro día a día.
Ocurre,
sin embargo, que la vida tiende a dar sorpresas desagradables de cuando en
cuando. Imponderables que convierten nuestra existencia en algo insoportable.
La
desazón que produce una pérdida, del tipo que sea, nos acerca a esos instantes
en los que nuestras acciones son erráticas, los pensamientos se agolpan en
nuestra cabeza a la par que los razonamientos complejos enturbian las labores
cotidianas. El resultado es un abatimiento físico y mental. Perdemos las ganas
de todo, nos adentramos en la penumbra de nuestra propia mente; allí donde los
sentimientos nos dejan desnudos ante la falacia de una felicidad que creíamos
nuestra.
Los
círculos mentales en los que podemos llegar a caer cuando vienen mal dadas
siempre han tenido la misma salida recta. Que no es otra que la sorpresa del
hallazgo inesperado. Todo lo que creíamos haber perdido vuelve a aparecer ante
nuestros ojos. Miramos incrédulos, nos negamos a creer…pero ahí está. Rebosante
de dicha para hacernos crecer internamente y volver al ciclo de la vida.
Toda
noche termina al alba, por larga que haya sido. Es cierto que las largas noches
de invierno, cuando llegan en primavera, saltan por los aires todo cuando
florece alrededor. Sin embargo pocos jardineros son tan capaces como el
corazón.
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