Dicen que cada uno encuentra su
espacio en un momento dado en la vida. Ese lugar en el que uno desea
permanecer el máximo tiempo posible. No quedarse para siempre, somos
humanos y seguro que acabaríamos destrozándolo, pero si al que
acudir cada vez que lo precisemos.
Si
digo que el lugar donde mejor me siento es en medio de la Naturaleza,
ninguna de las personas que me conocen se sorprenderían. Pues ha
sido siempre mi refugio. El crujir de las ramas cuando el viento las
mece siempre me ha provocado una sensación de paz difícil de
explicar. Caminando en medio del bosque voy poco a poco dejando de
lado la presión del día a día; las angustias y las penas… Podría
decir poéticamente que entro en trance, pero no sería verdad, ya
que soy consciente plenamente de que sólo estoy tomando aire para
afrontar la realidad.
Las
playas, el sonido de las olas golpeando la playa; el ulular del
viento en las tempestades puede resultar una gran sinfonía a la vez
que sobrecoge el corazón cuando uno se imagina en un cascarón a 20
millas de la costa. No soy hombre de mar, y sin embargo me gusta
pasear por la playa mojándome, tirarme a las olas…
Han
sido muchas las ocasiones en las que he emprendido viaje a montañas
o costas con la única compañía de una cámara de fotos, los
bastones para caminar y una mochila. Nunca me he sentido sólo. Tal
vez porque siempre que recorro caminos o visito lugares lo hago con
la misma ilusión que un niño. Me admiro de los paisajes que veo
alrededor, descubro rincones nuevos en lugares que ya había estado,
o simplemente hago un alto en el camino y escucho. Si prestas
atención, la naturaleza siempre está en comunicación con uno.
En
estos años he descubierto, en medio de la montaña, que nos perdemos
demasiadas cosas en el mundo urbano. Y no hablo de paisajes idílicos
o de momentos hermosos al descubrir unas vistas. Me refiero a la
extraordinaria cantidad de tiempo que perdemos en nimiedades. Tres
horas caminando se me hacen mucho más cortas que 20 minutos en un
autobús camino del trabajo. El ritmo de vida que llevamos nos
impide, muchas veces, darnos cuenta de lo importante que es para uno
tener un lugar en el que hacer clic y dejar todo a un lado, atrás.
Cuando
era niño tuve la fortuna de criarme en un pueblo, vivir en simbiosis
con el entorno que teníamos y hacer que cuanto nos rodeaba formase
parte de nuestros juegos. Desde la vía del tren hasta el río,
pasando por los montes que teníamos cerca. Y sí, ya sé que hoy día
los niños prefieren la realidad virtual de una consola a la vida
real...o no; porque muchos nunca han tenido la oportunidad de vivir
la naturaleza.
Y
eso, vivir la naturaleza, escuchar como crujen las ramas cuando
caminas por un soto; mojarte los pies mientras el agua de lluvia se
desliza por el tronco de los árboles...son experiencias que hoy
apenan disfrutan los niños y poco los adultos. En lo personal, creo
que me han ayudado mucho en el desarrollo personal.
Uno
nunca puede detener el tiempo. No puede tampoco negar una realidad
que le golpea la cara cada mañana. Pero uno si puede acudir a una
terapia tan barata como intensa, como es vivir la naturaleza con los
5 sentidos. Estoy seguro de que el mundo interior de las personas
sería mucho más rico. Tendría más asideros a los que agarrarse y
acudiría mucho menos a ese otro “mundo mágico” que reproducen
las muchas drogas que reparte la medicina en forma de ansiolíticos,
benzodiezapinas y otras drogas de uso legal.
No
importa si bosque, prado, montaña, playa, río, desierto…..pasear
por la naturaleza en soledad o acompañado es una píldora al alcance
de todos que estimula sin efectos secundarios.
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