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domingo, 29 de marzo de 2020

EL CRUJIR DE LAS RAMAS


Dicen que cada uno encuentra su espacio en un momento dado en la vida. Ese lugar en el que uno desea permanecer el máximo tiempo posible. No quedarse para siempre, somos humanos y seguro que acabaríamos destrozándolo, pero si al que acudir cada vez que lo precisemos.

Si digo que el lugar donde mejor me siento es en medio de la Naturaleza, ninguna de las personas que me conocen se sorprenderían. Pues ha sido siempre mi refugio. El crujir de las ramas cuando el viento las mece siempre me ha provocado una sensación de paz difícil de explicar. Caminando en medio del bosque voy poco a poco dejando de lado la presión del día a día; las angustias y las penas… Podría decir poéticamente que entro en trance, pero no sería verdad, ya que soy consciente plenamente de que sólo estoy tomando aire para afrontar la realidad.

Las playas, el sonido de las olas golpeando la playa; el ulular del viento en las tempestades puede resultar una gran sinfonía a la vez que sobrecoge el corazón cuando uno se imagina en un cascarón a 20 millas de la costa. No soy hombre de mar, y sin embargo me gusta pasear por la playa mojándome, tirarme a las olas…

Han sido muchas las ocasiones en las que he emprendido viaje a montañas o costas con la única compañía de una cámara de fotos, los bastones para caminar y una mochila. Nunca me he sentido sólo. Tal vez porque siempre que recorro caminos o visito lugares lo hago con la misma ilusión que un niño. Me admiro de los paisajes que veo alrededor, descubro rincones nuevos en lugares que ya había estado, o simplemente hago un alto en el camino y escucho. Si prestas atención, la naturaleza siempre está en comunicación con uno.

En estos años he descubierto, en medio de la montaña, que nos perdemos demasiadas cosas en el mundo urbano. Y no hablo de paisajes idílicos o de momentos hermosos al descubrir unas vistas. Me refiero a la extraordinaria cantidad de tiempo que perdemos en nimiedades. Tres horas caminando se me hacen mucho más cortas que 20 minutos en un autobús camino del trabajo. El ritmo de vida que llevamos nos impide, muchas veces, darnos cuenta de lo importante que es para uno tener un lugar en el que hacer clic y dejar todo a un lado, atrás.

Cuando era niño tuve la fortuna de criarme en un pueblo, vivir en simbiosis con el entorno que teníamos y hacer que cuanto nos rodeaba formase parte de nuestros juegos. Desde la vía del tren hasta el río, pasando por los montes que teníamos cerca. Y sí, ya sé que hoy día los niños prefieren la realidad virtual de una consola a la vida real...o no; porque muchos nunca han tenido la oportunidad de vivir la naturaleza.

Y eso, vivir la naturaleza, escuchar como crujen las ramas cuando caminas por un soto; mojarte los pies mientras el agua de lluvia se desliza por el tronco de los árboles...son experiencias que hoy apenan disfrutan los niños y poco los adultos. En lo personal, creo que me han ayudado mucho en el desarrollo personal.

Uno nunca puede detener el tiempo. No puede tampoco negar una realidad que le golpea la cara cada mañana. Pero uno si puede acudir a una terapia tan barata como intensa, como es vivir la naturaleza con los 5 sentidos. Estoy seguro de que el mundo interior de las personas sería mucho más rico. Tendría más asideros a los que agarrarse y acudiría mucho menos a ese otro “mundo mágico” que reproducen las muchas drogas que reparte la medicina en forma de ansiolíticos, benzodiezapinas y otras drogas de uso legal.

No importa si bosque, prado, montaña, playa, río, desierto…..pasear por la naturaleza en soledad o acompañado es una píldora al alcance de todos que estimula sin efectos secundarios.



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