No es nada nuevo afirmar que la
vida cambia en un instante. Que todos los preceptos aprendidos sobre
una determinada materia son susceptibles de cambiar en cualquier
momento. Pero no todo el mundo está preparado para afrontar estos
cambios.
En
este tiempo, en el que salimos cada tarde noche a aplaudir a nuestros
sanitarios y fuerzas de seguridad, lo hacemos como una muestra de
gratitud para con ellos; es el modo en que podemos darle las gracias
a esa parte visible de la sociedad que ahora mismo lucha contra un
virus que ha cambiado nuestras vidas. Pensamos, para nosotros, que
nadie mejor que ellos para desarrollar su trabajo y cuidarnos. Se
trata de un pensamiento adaptativo de nuestra manera de entender la
vida.
Sin
embargo muchos de ellos se verán conducidos día tras día a un
callejón estrecho en el que no encontraran sosiego con nuestros
aplausos. A la tensión diaria del trabajo para salvar vidas, para
evitar que la gente se contagie o sea imprudente; deben de sumar el
natural miedo a contagiar ellos mismos a sus seres queridos; deben
sumar también la frustración de no haber podido salvar a ésta o
aquella persona; añaden la falta de descanso efectivo: el enfado por
la parte de medios… y no será fácil para muchos de ellos salir
indemnes de tamaña labor.
En
casa, los que tienen a seres queridos en situaciones críticas, y no
sólo por el virus, sino por miles de causas más, acumulan a la pena
la agonía de la espera. La incertidumbre suele ser el mayor enemigo
de la paz. Nuestras cabezas bullen en una lucha desesperada por
racionalizar el equilibrio entre lo que podemos hacer y lo que
creemos que podemos; entre la información y la desinformación… no
es sencillo irse a dormir.
La
tan nombrada estos días, resiliencia, no es en todo el mundo igual.
Se puede aumentar con conocimientos, se puede fortalecer con técnicas
grupales o individuales. Pero la base de la que partimos no es igual
para todos. Desde la infancia hasta nuestra vejez, el entorno en el
que desarrollemos nuestra vida supone tener o no fortaleza interior.
Así pues a mayor grado de adaptabilidad mejor será nuestra
capacidad de resiliencia.
Pero
al final todos podemos adentrarnos en el callejón. Muchos pensarán
que se trata de uno sin salida. Pero siempre la hay, aunque no todos
la vean. Posiblemente para una mayoría sea relativamente fácil
encontrar los asideros necesarios como para salir indemnes. La red de
amigos, familia, capacidades… ayuda a poder ver el final. Pero
otros no podrán salir solos, no encontrarán asideros y sí sufrirán
golpes que vayan poco a poco mermando sus capacidades. Y tendremos
que ser generosos con ellos; tender una mano y asirlos si fuese
necesario.
Todo
esto pasará, en el camino se habrán quedado muchas personas; sus
familias echarán de menos a esos seres queridos y sufrirán la
ausencia de duelo en estos días donde ni siquiera eso es fácil. Mas
la vida sigue y al final de una larga noche siempre espera el alba. Y
con la distancia debida este estrecho callejón se convertirá en
una avenida con salida al camino que elijamos. Si en la salida nos
encontramos con alguna de esas personas a las que ayudamos a huir del
callejón, nos sentiremos mucho mejor.
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