LUGARES PARA SOÑAR

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cerrar lo ojos y sentir

jueves, 16 de septiembre de 2010

AL OTRO LADO DE LA VENTANA

El aroma embriagador del pan recién tostado atrapó mi pituitaria de una manera tal que no tuve más que despertarme, abrir los ojos y dejar que mi cuerpo se incorporase, persiguiendo tal aroma.

Con los ojos a medio abrir, el pijama de cualquier manera y la pereza agarrada con fuerza a mis huesos, caminé hacia la ventana de la cocina, de dónde procedía un aroma tan agradable...y allí estabas tú.

Como una diosa, con una camiseta blanca larga, dos o tres tallas más grandes que la que deberías llevar; el pelo recogido en un moño asimétrico engarzado por un palillo chino...

Sin asomarme de todo a la ventana, apoyado sobre la encimera de mi propia cocina y, mientras el café se hacía, me quedé mirándote. Observando como un adolescente travieso las turgencias de tu cuerpo; dejando volar una imaginación libre de cualquier otro pensamiento, aquel sábado por la mañana.

La mantequilla recorría, cremosa, la rebanada que tenías sujeta, llevabas a cabo tu tarea con lentitud, como recorriendo una espalda, que para entonces soñaba mía, acariciando los bordes del pan para no dejarte nada sin untar.

El café comenzó a hervir, la cafetera, ajada por el paso de los años y los muchos cafés, silbaba en un concierto individual, tan absurdo como habitual.

Seguía mirándote, no podía retirar la vista de tu ventana, a sólo tres metros de la mía y tan lejana como para no poder alcanzarla jamás. Ya tenías las dos rebanadas preparadas y el café a punto, todo en una bandeja; sin duda en breve desparecerías de mi pantalla panorámica. Quise entonces retirar mi cafetera del fuego, con tan mala suerte o torpeza, que se dio la vuelva vertiendo todo su contenido por la cocina y mi mano. El alarido fue de órdago, dolía.

Abrí rápido el grifo situando la mano bajo aquel chorro de agua fría, calmante momentáneo de un dolor posterior difícil de mitigar. Levanté la cara y allí estabas tú, haciéndome gestos por la ventana. Dudé, pero terminé por abrir el cristal, tu ya tenías la cabeza fuera.

Habías escuchado mis gritos y te brindabas a aplicarme una crema reparadora en mi mano, así como a invitarme a desayunar; por un momento el tiempo se paralizó y mi mano no era mía, pues dejó de dolerme. Asentí, acepté tu invitación.

Sujeté con la mano buena una bata, raída por el paso del tiempo y el mucho uso, y me acerqué hasta tu puerta y allí estabas tú.

Aún estoy viendo tu imagen en el quicio de la puerta con la misma camiseta que veía de lejos, con cara de susto y una sonrisa nerviosa; en la mano la crema... mis ojos recorrieron todo tu cuerpo posándose en los tuyos de manera definitiva, aquel fue el primer día que pude contemplar unos ojos que jamás dejaría de ver.

En el salón todo dispuesto, las tostadas (ya había dos más, qué celeridad), el café, el zumo, todo colocado con mimo. Me obligaste a sentarme en un sillón; de rodillas, frente a mí, comenzaste a aplicar la crema en el dorso de mi mano, observando mi cara por si torcía el gesto con el dolor. Yo no sentía más que el placer infinito de tu presencia; el aroma, otrora maravilloso de las tostadas, había sido sustituido por el olor de tu cuerpo. Curiosa la pituitaria, incapaz muchas veces de oler lo obvio y sustituirlo por lo oculto...

Tras comentar el incidente, comenzamos a desayunar, riendo las gracias de ambos. Sobre todo ella, cuando descubrió que había sido mi ensimismamiento para con ella, lo que había originado aquel embrollo.

Acabado el desayuno me pediste que me quedase un rato tranquilo, mientras recogías todo para llevarlo a la cocina. Mis ojos, impíos ellos, no dejaban de observar tu cuerpo, el ir y venir de tus senos bamboleándose bajo aquella camiseta blanca que ahora creía ver más ceñida a tu bonito cuerpo.

Al fin, cuando terminabas de recoger, me incorporé para salir de tu casa. Partes de mi cuerpo comenzaban a tener vida propia y ya había tenido suficiente con el ridículo de la quemadura. Sin embargo te pusiste en mi camino. No querías que me fuese, querías charlar un poco más conmigo. Un vecino al que habías visto muchas veces, que te parecía encantador y que querías conocerme más. Mi corazón se aceleró, y entonces...

Entonces sujeté tu cintura con la mano buena y te di un beso en los labios con toda la intensidad de que fui capaz. Me apartaste, creí que hay terminaría todo. Pero no, me agarraste de la mano sonriente y nos fuimos de vuelta al salón. Donde me empujaste al mismo sillón del que había partido.

A horcajadas sobre mí comenzaste a besarme, sin más. Mis manos estaban paralizadas, sorprendido por lo que pasaba. Fuiste tú quien las sujetó acercándolas a tus nalgas, con una pequeña carcajada...

Entonces, y sólo entonces, comprendí que debía dejarme llevar, que no era un sueño, que estabas allí. Sujeté tus nalgas con fuerza, no sentía dolor, mientras mi lengua era invadida por la tuya y mis labios se dejaban ir, sometidos por el fuerza de los tuyos.

Cuando me di cuenta mis manos y mis labios recorrían tus senos, mordían tus pezones, con cabeza inclinada hacia atrás mostrándome ese cuello maravilloso que tantas veces había visto en el ascensor.

Y allí mismo, hicimos el amor, con una intensidad tal que para cuando habíamos terminado mi cuerpo quedó inerte al lado del tuyo, sujetos únicamente por un par de dedos entrelazados.

Poco a poco nos incorporamos, mirándonos de manera cómplice, sonriendo... fue el principio del todo. El inicio de un futuro que vive hoy su presente.... bueno en esas estaba cuando el timbre de la puerta me despertó.

Tan vívido había sido mi sueño que estaba sudando. El timbre continuaba sonando, así que, con la bata colocada de manera más o menos correcta me dirigí a la puerta. Volvió a sonar el timbre, quien fuera tenía prisa.

Abrí la puerta, y allí estabas tú, con una taza en la mano pidiendo café para el desayuno, pues te habías quedado sin él. Te invité a entrar en mi casa y lo hiciste... sonreí.

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