LUGARES PARA SOÑAR

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cerrar lo ojos y sentir

lunes, 22 de noviembre de 2010

OBSERVANDO EL MAR TIERRA ADENTRO

Desde pequeño siempre he sentido fascinación por el mar, supongo que eso lo tenemos interiorizados aquellos que nos hemos criado tierra adentro. No me gusta demasiado el sol y la playa, no frecuento los arenales en busca de un cambio de color en la pigmentación de mi piel, se trata de una atracción por el mar encrespado, por las grandes olas que veía de pequeño desde las dunas de Valdoviño; ese maravilloso arenal de la costa ferrolana.
Trataba de adivinar entonces cómo sería de dura la vida de quienes, imbuidos de esa sola realidad, salían a faenar día tras día. Me impresionaban los grandes buques que veía partir desde los puertos que visitaba, pero sobre todo me apretaba el estómago pensar en cómo sería la vida a bordo de un pequeño pesquero de bajura, de esos que son meros cascarones ondulantes cuando el mar se empeña en agitarlos.
Imaginaba la relación profunda que cada marinero entabla con el mar, que cada uno de los trabajadores de costa tienen con ese profundo mundo de agua salada donde el hombre no es nada, o casi nada. Con los años tuve la fortuna de conocer a uno de esos hombres, un primo político que me contaba cómo había salido a faenar con trece años por primera vez. Sus manos, curtidas por más de veinte años de salitre, mostraban la piel de personas que van curtiendo sus almas en cada noche de soledad, personas que viven con los pies en el agua, apenas pisando tierra firme el tiempo suficiente como para no marearse.
La vida de un marinero en la mar es tan dura, tan sufrida, como sin duda lo es la de quienes les esperan en tierra firme, quienes conocen el momento de la despedida y juegan a ser adivinos de los reencuentros.
Las mujeres de los marineros rara vez tienen monumentos en su honor, pocas veces son aclamadas como las heroínas que son: crían a sus vástagos, les dan educación, se preocupan de que todo funcione en casa, esperan la llegada de sus maridos... no, no han sido suficientemente reconocidas, no lo han sido.
El mar desde el interior se ve como algo lejano, como un lugar de recreo donde satisfacer la necesidad que tiene el ser humano de abandonar, por un tiempo, su lugar de residencia y visitar otros mundos.
Ahora que la vida me ha permitido conocer otras latitudes, otros mares, me quedo todavía absorto ante un atardecer en la arena; poder observar como el sol se empeña en ocultarse en el horizonte, mostrando ese color rojizo tan especial... creo que ese es el mejor momento del día, poco antes del “luscofusco”...
Cada día me acerco más a la costa, sobre todo en los días de mala mar, de tempestad; días en los que el incesante sonido de las olas rompiendo la costa no permiten oír nada más que su propia voz, es como si mirase embelesado un cuadro fastuoso y vibrante que atrapa mi tiempo sin darme apenas cuenta...

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