LUGARES PARA SOÑAR

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lunes, 21 de junio de 2010

Lo que el niño no olvida, el viejo lo recuerda

Esta cita de Kierkegaard refleja de manera brillante la realidad de los recuerdos que nuestros mayores nos cuentan. Vivimos tiempos, en nuestra sociedad europea, donde nuestros abuelos se han convertido en molestias; de un tiempo a esta parte parece que los ancianos interesan en tanto en cuanto pueden ofrecer a sus descendientes el pecunio suficiente para su propia subsistencia y la del resto.
Convendría hacer un ejercicio de autocrítica, un análisis de lo que hacemos con nuestros mayores, del maltrato (aunque ellos no se quejen y nosotros no lo creamos así) a que les sometemos cuando los dejamos aparcados en una residencia o en la calle.
En otras culturas los ancianos son una fuente inagotable de sabiduría, una fuente de la que pueden beber las siguientes generaciones, de la que se alimentan para poder realizar las tareas diarias y futuras.
No se trata de seguir al pie de la letra los dictados de la experiencia de nuestros mayores, lo que implicaría un anquilosamiento social, sino de adecuarlos al pensamiento diario, a la modernidad que avanza a pasos agigantados, tenemos que ser capaces de ver en los preceptos de nuestros ancianos, el futuro de nuestros hijos. Obviamente mediante un proceso de adaptación del pensamiento.
Hoy día no podemos tomar los escritos de Marx y pensar en aplicarlos tal cual, de manera literal (cómo si hacen en las tribus menos desarrolladas), sino que aceptamos sin problema que hay que adaptar su manera de entender el movimiento obrero a los tiempos de hoy.
Si hacemos eso, que lo hemos hecho en esta pasada crisis, por qué nos cuesta tanto aceptar los consejos que pueden darnos nuestros mayores. Por qué razón no enseñamos a nuestros hijos que escuchar a sus abuelos puede ser, y de hecho lo es, una parte muy importante de su aprendizaje y posterior formación humana. La razón es simple y a la vez terrible. La deshumanización de nuestra sociedad se está haciendo cada vez más patente e intensa. Nuestros hijos no juegan entre ellos en medio de la calle, ni siquiera se ven cara a cara; juegan en recintos cerrados, pasan horas delante de consolas, se hablan a través de webcam... la modernidad no debería estar reñida con las relaciones personales, con el contacto humano. Nos pretenden vender que el nuevo mundo se debe encaminar a unas relaciones quasi virtuales, donde el píxel sea la razón de ser del mundo; craso error el de creer que el virtualismo debe ocupar el espacio del contacto directo.
Uno puede interpretar desde la distancia cibernética el sentimiento, el dolor, el color... pero en un rápido vistazo cara a cara se descubren muchas más cosas; Se pueden disimular unas pero no ocultar otras.
Nuestra relación con nuestros mayores debería establecerse en términos de respeto, de admiración por la vida pasada, y de reconocimiento de aquellos valores que ellos tienen. Nadie dice que lo debamos hacer sin una mirada crítica, sin una observación con la distancia que da la diferencia de edad... pero es bueno escuchar lo que ellos han vivido en otras sociedades, en otros momentos históricos. Si ellos han vivido en una dictadura y nosotros no, deberíamos escuchar y aprender de los errores de entonces para que no volver a cometerlos y que una sociedad tan moderna pueda derivar en un proceso dictatorial, por ejemplo.
Y dirán “Eso no se va a repetir”, tonterías, si algo demuestra la historia es que es tozuda y que los hombres repetimos los mismos errores cíclicamente.
Kierkegaard establece distancias entre recordar y acordarse; y las hay. Uno al recordar rememora un episodio, lo adorna con su propia subjetividad, lo hace suyo, y si lo plasma en papel siempre será un recuerdo contado de manera parcial. Cuando uno se acuerda, habla de algo que ha sucedido, sin subjetividad, nos acordamos cuando tenemos muy presentes los detalles.
Nuestros mayores pueden inundar de recuerdos nuestra vida y de cuando en cuando se acordarán de las vivencias que hicieron de ellos lo que son. Escuchar es una facultad que el hombre ha explorado poco, tal vez dejando de oír y aprendiendo a escuchar el mundo iría un poco mejor.

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