LUGARES PARA SOÑAR

LUGARES PARA SOÑAR
cerrar lo ojos y sentir

lunes, 21 de junio de 2010

QUISIERA MOSTRARTE UN LUGAR

Quiero que me acompañes a uno de esos sitios donde uno nunca se siente extraño, un lugar donde el cielo se funde con el mar en el horizonte, un lugar donde el viento azota tu cara hasta provocarte alguna lágrima, quizá de la emoción de estar allí, tal vez por la hermosura de su paisaje.
Descubrí este conglomerado de agua, arena, viento y sueño cuando era un chaval de siete años, cuando, por avatares del destino, me encontré desubicado de mi vida, desplazado de mi hogar y angustiado por la ausencia de unos padres, sitiados por el destino.
Recuerdo cómo mis tíos trataban de alegrarme la cara, de hacerme sonreír día tras día y no lo conseguían. Yo estaba triste, taciturno... pero llegó ese día, el preciso instante en que, desde el coche, pude ver la inmensidad del mar en el horizonte y esa franja de arena que se perdía en el horizonte.
No era ni siquiera verano, tan sólo uno de esos días tan típico allí, de primavera soleada y ventosa. Días en los que un jersey nunca es mal compañero y el sol se ve pero apenas se siente.
Nuestro Renault 7 aparcado y enfrente el mar bravo, la espuma de las olas lo cubría todo; todavía no había banderas de colores que indicasen cómo estaba el océano, pero uno podía sentir el fulgor del viento y el agua, el olor a sal que lo impregnaba todo.
Nos quitamos los zapatos, nos subimos los pantalones como si fuésemos a pescar en un río imaginario. Ella, mí tía, no quiso acompañarnos, se quedó en el coche. Tan recatada ella, ensimismada en sus cosas de siempre.
De la mano de mi tío caminé de cara al mar, observando como las gaviotas volaban en círculos frente a un islote marrón oscuro que se erguía a pocos metros de la orilla. “Es la bajamar” me dijo mi tío. Por eso, me explicó, las gaviotas se acercan al islote, pera ver si pueden encontrar algo que llevarse a la boca. Aquella roca estaba tan cerca que uno podría alcanzarla sólo con caminar hacia ella. Mas mi tío tiró de mi mano hacia las dunas, explicándome que nos cortaríamos los pies al intentar subir a esa roca esculpida por el mar, llena de salientes afilados, ávidos de piel.
Subiendo hacia las dunas uno pude observar la playa en todo su esplendor, desde la derecha, donde se funde con el inicio de lo que se presume como un gran acantilado, hasta la izquierda, donde terminaba la playa próxima a lo que en aquel entonces, aún era, un bastión militar. A mí me parecía inmensa, casi infinita. Aquella forma de media luna aún hoy me sobrecoge cada vez que la siento cerca.
Allí sentados en lo alto de las dunas, con el viento levantando la fina capa de arena para que golpease nuestra cara, nuestros pies. Es aquella, una arena cambiante, con granos gruesos en unos lugares y fina, como cribada, en otros. Girando la cabeza hacia nuestra izquierda, mi tío me señaló una gran laguna, llena de pájaros que se posaban en sus someras aguas, en un descanso de su vuelo migratorio hacia otras latitudes.
Desde allí parecía un gran lago, tranquilo, con un delgado brazo de agua que caía hacia el mar; uniéndose con dificultades cuando la marea estaba baja y llenándose de agua saldada cuando el océano empujaba con fuerza invadiéndolo todo.
Tras contemplar absorto el trasiego de aves que iban y venían, el transcurrir del agua de un lado al otro, el movimiento de la fina arena transportada por el viento. decidimos adentrarnos en la playa, caminar hacia aquel lugar donde parecía que las olas rompían con más fuerza; Yo quería ver el mar de cerca, desde abajo. Y allí fuimos.
Tras una caminata de pocos minutos, por arenas que no habían sido pisadas en días, donde nuestros pies se hundían casi hasta los tobillos, llegamos a un trozo de playa, tal vez el más estrecho, donde las olas se levantaban imponentes antes de caer rendidas a nuestros pies, como en una danza ondulante y hermosa que quisiera ser observada.
Allí, en silencio, con sólo el sonido del mar, permanecimos los dos durante media hora. Nunca como entonces me sentí más unido al mar, a la naturaleza. Aquel día, tal vez por mi propia bisoñez descubrí que la naturaleza habría de ser ese lugar donde yo me encontrase bien toda mi vida. Poder contemplar aquellas olas inmensas, sentado frente a ellas fue, sin ningún género de dudas, una de las experiencias más emocionantes de mi vida.
Así pues, quiero mostrarte ese pequeño universo dónde yo me siento bien, quisiera que me acompañases a una de esas playas que han hecho de Galicia un lugar especial. La playa de la Frouxeira, en Valdoviño, es ese lugar. Donde todo se vuelve especial.
Habrá quien formule en su contra afirmaciones tales como que allí no hace buen tiempo a menudo, que es muy ventosa y que casi no se puede tomar el sol, que es peligrosa, que el agua está fría... tal vez tengan razón, puede ser que tenga todos esos defectos. Sólo podría decirles que me alegro mucho de que lo vean así, pues quizá debido a ello permanece más o menos intacta, alejada de las construcciones abominables que inundan todo nuestro litoral. Dejémosla como está, que lo no les guste a muchos en nada desmerece su majestuosidad, su belleza salvaje. Ocurre con frecuencia, que la mayoría se equivoca.
Por mi parte sólo decirte que quisiera mostrarte ese lugar, enseñarte por qué la naturaleza es tan hermosa.

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