LUGARES PARA SOÑAR

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lunes, 21 de junio de 2010

UN ANCIANO VENERABLE

Desde pequeño siempre he respetado mucho a los mayores, a los ancianos. Quizá porque no he podido disfrutar de mis abuelos, tal vez porque entre los vecinos con los que me llevaba especialmente bien había un anciano muy divertido; el caso es que siempre los he tenido mucho en cuenta.
Escucharlos con atención siempre es una fuente de conocimiento maravillosa, la vida es una de las mejores instructoras de las personas. Y aunque es cierto que yo no voy a vivir una vida como la suya, ni siquiera parecida, los valores de una sociedad no cambian de padres a hijos, sino generación tras generación. En otras culturas los ancianos son Ley; no sería bueno, para nuestro desarrollo que aquí fuese así, pero tampoco lo que ahora son. Para muchas familias un anciano es tan sólo una fuente de financiación en tanto en cuanto no gaste tanto como genere, a partir de ahí tan sólo es una carga a eliminar... una pena desde luego.
Aprovechamos a nuestros mayores mientras nos son útiles, pero no nos valemos de ellos haciendo un buen uso de su presencia, sino como comodines a nuestra vida. Los tenemos para que hagan aquellas labores que no podemos o no queremos hacer; fundamentalmente cuidar a nuestros hijos.
Para qué tener hijos si los van a tener que cuidar ellos, cuando su labor debería ser la de disfrutar de sus nietos, mimarlos y sobre todo enseñarles cosas que sólo da la experiencia.
Como decía, no he disfrutado de mis abuelos y por eso quiero contar la historia de un anciano venerable que me visita cada día, cada mañana en mi puesto de trabajo.
Hace tres años y medio que estoy aquí, en esta oficina. Cada mañana entra por la puerta de la nave saludando a todo el que se encuentra estrechándole la mano, algo que ya no se lleva en un mundo donde todos se saludan con un movimiento de ceja, un empujón o un “eh”.
Con su bastón en la mano sube las escaleras, a buen ritmo, hasta llegar a la puerta que da acceso a la oficina. Tras pasar el umbral con la mano extendida y la sonrisa en la cara el: “buenos días señor Juan” es parte de mi día a día. Siempre con la educación de quien respeta con el único deseo de ser respetado.
Se acerca hasta aquí para mostrarme, en realidad para mostrarnos, las diferentes cartas que le llegan, los documentos... confía en nosotros para que le aclaremos las dudas, razonables o no, que puede tener una persona de 85 años a la que la modernidad de los ordenadores ha pillado a contrapelo.
Cuando habla, siempre le escucho, lo hace desde la experiencia de los años; lejos, todavía, de la retórica de muchos de su edad enzarzados en diatribas sobre lo que pasó hace cincuenta años. A este hombre enjuto, masacrado por un cáncer, ralentizado por el paso de los años, no le afecta aquello que decía Kierkegaard de que: lo que el niño no olvida lo sabe el viejo. Este hombre conserva en su mordaz manera de hablar la retranca del gallego emigrante, del sufridor de batallas en el extranjero... unido a una curiosidad casi adolescente de quien, ávido de saber, todo lo pregunta y se admira, aún hoy de las cosas que suceden.
Porque esa es una de sus mejores cualidades, la capacidad para sorprenderse a los 85 años, cuando a esa edad casi nadie se sorprende de nada. Para hacerlo, es preciso ser de mente muy abierta... y el lo es.
Obviamente tiene sus rarezas, quién no las tiene, pero me cae bien, cuando no está, en esos momentos en que su enfermedad le deja más tocado (que no hundido), le echo de menos si no viene.
En ocasiones llega, se sienta y no dice nada, tan sólo está. ¡y cuanta compañía hace!
Para mí, el Señor Gerardo, que así se llama, representa algo más que un amigo, es un anciano venerable al que un día echaré mucho de menos. A veces la amistad es extraña, cuando une a un hombre de tanta edad con quien podría ser su nieto, mas un día diré: ha merecido la pena.
Sólo me queda agradecerle su cordialidad, su afabilidad, su honestidad...qué cualidades eh, que cualidades.

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